LA MÚSICA EN EL QUIJOTE, por Luis F. Leal Pinar

LA MÚSICA EN EL QUIJOTE, por Luis F. Leal Pinar

A buen seguro que Cervantes no sería ajeno a las tradiciones populares y también él había entonado alindados villancicos en las fiestas navideñas. Y hasta, en ocasiones, tomaría el lápiz y compondría al Niño Dios alguna que otra estrofa, como lo hicieran en otro tiempo Juan del Encina y el Arcipreste de Hita, Pero López de Ayala e Iñigo López de Mendoza, Fernán Pérez de Guzmán y Gómez Manrique, fray Ambrosio Montesino y Juan de Mena. Asimismo, conocería los villancicos compuestos por Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, por fray Luis de León y Lope de Vega, quien tantas veces le afeara su condición de mediocre poeta, opinión que también tenía algún librero, según pone de manifiesto el propio Cervantes en el prólogo, quien se negó a comprarle algunas obras, pues  “de su prosa se podía esperar mucho, pero del verso nada”.

Cervantes, hombre culto como pocos de su tiempo, era conocedor de cómo aquel “Poverello de Asís” celebró el nacimiento del Hijo de Dios, por primera vez, en la historia de la humanidad. Sin duda alguna, en más de una ocasión haría justa mención a un hombre bueno, a un hombre enamorado de la Naturaleza, a un hombre fiel y amigo de los hombres: Francisco de Asís. Y de un salto trasladaría a sus oyentes tiempo atrás, los trasladaría a aquel 24 de Diciembre de 1223, a Greccio, pueblecito cercano a Rieti, en la comarca del Lacio italiano. Allí está todo preparado por el hermano Juan, quien había abandonado la carrera de las armas para enrolarse en otro ejército -ejército de pobreza y humildad-, fundado por el autor del “Canto al hermano sol”, para festejar el nacimiento del Niño Dios. Tomás de Celano, corroborado, más tarde, por Juan de Fidanza, más conocido por San Buenaventura, nos relata cómo se fundó el primer belén y cómo se cantaron los primeros villancicos.

       Podemos imaginarnos al Santo de Asís con su meliflua voz, bien secundada por las ardientes y sonoras de los hermanos Bernardo de Quintavalle y Gil de Asís, por las de los hermanos León “Ovejuela de Dios” y Maseo de Marignano, por las de los hermanos Junípero “Juglar de Dios” y Bernardo de Asís, su primer compañero, por las de los hermanos Benito de Pisatro y Tomás de Celano, su primer biógrafo, por las de los hermanos Elías, primer General de la Orden, y la del propio Juan de Asís, siempre a la sombra de los hermanos Rufino y Silvestre de Asís, entonando, a pecho abierto, aquellos seráficos villancicos, en la primera ocasión que se representaba el nacimiento del Divino Infante. Y de ello, estoy seguro que don Miguel no era ajeno.

Cervantes ha ofrecido al arte divino en su obra maestra tan espléndida pleitesía que a él se han referido tantos compositores, que tan sólo la leyenda de Orfeo ha podido superarle en referencias y composiciones musicales. Sin embargo, yo no he basado mi investigación en el tema de “El Quijote en la música”, sino que he estudiado la importancia que da Cervantes a la música y de ahí el presente trabajo sobre  “La música en El Quijote”.

Hay quien dice que la música hay que comprenderla para gozarla. Pienso que hay un craso error en tal afirmación, pues la música no se hace, ni debe hacerse nunca, para que  se entienda, para que se comprenda, sino para amarla y sentirla.

En primer lugar, creo conveniente poner de manifiesto algunos datos. Así recuerdo al curioso lector que El Quijote, en su primera parte, se compone de 52 capítulos y, en la segunda, de 74, lo que hacen un total de 126 capítulos. En la parte primera, la música se hace presente en 13 de esos capítulos, mientras que en la segunda, en otros 38, lo que da un total de 51 capítulos en los que Cervantes menciona la música, con un porcentaje del 40´48 % del total. Pero ello en forma desigual. En la primera parte, los 13 capítulos suponen un 25%; mientras que los 74 de la segunda, ese porcentaje se eleva al 51´35 %.

       En la primera parte, se hace presente, como digo, en los capítulos: II, XI, XII, XXII, XXIII, XXVIII, XXXIII, XLII, XLIII, XLIV, XLVII, LI y LII; mientras que, en la segunda parte, está en: I, VII, XI, XII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII, XXXIV, XXXV, XXXVI, XXXVII, XXXVIII, XLIV, XLV, XLVI, XLVII, XLVIII, LI, LIII, LIV, LVI, LX, LXI, LXIII, LXIV, LXVII, LXVIII, LXIX, LXX, LXXI, LXXIII y LXXIV, con un porcentaje del 51´53 %.

Cervantes, en el Quijote, hace mención a treinta y seis instrumentos con un total de ciento quince las veces que los recuerda. Aquí, y por orden alfabético, se enumeran los diversos instrumentos y las veces que se cita cada uno:

A.- Albogue, 5; arpa, 6; atabal, 4; atambor, 3.

B.- Bocinas, 1.

C.- Campana, 6; cascabel, 5; cencerro, 3; chirimía, 9; churumbela,   1; clarín, 2; clarinete, 1; corneta, 4; cuerno, 4.

D.- Dulzaina, 2.

E.- Esquilón, 1.

F.- Flauta, 4.

G.- Gaita, 1; gaita zamorana, 2; guitarra, 3.

L.- Laúd, 5; lelilíes, 2.

P.- Pandero, 2; Pífaros (pífanos), 6.

R.- Rabel, 4.

S.- Salterio, 1; silbato de caña, 1; sonajas, 2.

T.- Tambor, 8; Tamboril, 1; Tamborines, 2; Tamborino, 2; trompeta, 10.

V.- Vihuela, 3.

Z.- Zampoña, 1.

Si al número de los instrumentos, añadimos el de los términos o vocablos musicales mencionados en el Quijote, el número total asciende a doscientos ochenta y ocho.

Enumero, por riguroso orden alfabético, todos los términos musicales con el número de veces que Cervantes los menciona en la obra:

A.- Afinar, 2; albogue, 5; armonía, 1; arpa, 6; atabal, 4; atambor, 3.

B.-Bailador, 1; bailar, 3; bocina, 1.

C.- Campana, 6; cantar (verbo), 45; cantares, 2; cantor, 1; cantos, 6; cascabel, 5; cencerro, 3; chirimía, 7; churumbela, 1; clarín, 2; clarinete, 1; copla, 3; coplilla, 1;        coplero, 1; corneta, 4; cuerno, 4.

D.- Danzante, 1; danza, 3; dulzaina, 2.

E.- Endechar, 1; entonar, 1; esquilón, 1; estrambote, 1.

F.- Flauta, 4.

G.- Gaita, 1; gaita zamorana, 2; guitarra, 3; guitarrista, 1.

I.- Instrumentos musicales, 8.

L.- Laúd, 5; lelilíes, 1.

M.- Madrigal, 1; melodía, 1; música, 22; músico, 14.

P.- Pandero, 2; pífaro (pífano), 4; plectro, 2.

R.- Rabel, 4; repicar, 1; Romance, 3.

S.- Salterio, 1; seguidillas, 2; silbato de caña, 1; sonaja, 2; sonar, 7; sones, 13; sonido, 1.

T.- Tambor, 8; tamboril, 1; tamborines, 2; tamborino, 2; tañedor, 1; tañer, 1; tocar, 12;    trastes, 1; trompeta, 10; trovador, 1; trovas, 1.

V.- Vihuela, 3; villancico, 1; voz (cantora), 8.

Z.- Zampoña, 1; zapateador, 1.

A continuación, indicamos los instrumentos y términos musicales con los capítulos correspondientes en donde aparecen:

Afinar, 2ª parte, capítulos XLIV y XLVI.

Albogues, 1ª p., c. XIX, 2ª p., c. LXVII (4 veces).

Armonía, 2ª p., c. XXXVI.

Arpa, 1ª p., c. XXVII; 2ª, c. XXXV – XLIV (3) y LXIX.

Atabal, 2ª p., c. XXVI (3) y LXI.

Atambor, 2ª p., c. XXVI – XXVII y LIII.

Bailador, 2ª p., c. XX.

Bailar, 2ª p., c. XIX y XX (2).

Bocina, 2ª p., c. XXXIV.

Calandria (voz de), 2ª p., c. XLVIII.

Campana, 2ª p., c. XXVI (3) -XLV y LIII (2).

Cantar (verbo), 1ª p., c. XXII (3) – XLII (3) – XLIII (9) y L (3); 2ª p., c. I (3) – XII – XIX  (2) – XXV- XXXIV – XLIV (4) – XLVIII – LI (2) – LIV (2) – LX – LXVII – LXIX (3) – LXX (3) – LXXI y LXXIV.

Cantares, 1ª p., c. XXII y LI.

Cantor, 2ª p., c. LXX.

Cantos, 1ª p., c. XII; 2ª p., c. XXVI – XLIV – XLVI (2) y LIV.

Cascabel, 1ª p., c. XI (2); 2ª p., c. XIX – XX y LXI.

Cencerro, 2ª p., c. XLVI (3).

Chirimía, 2ª p., c. XXVI – XXXV (2) – XLVII – LXI – LXIII y LXIX.

Churumbela, 2ª p., c. LXVII.

Clarín, 2ª p., c. XXXIV (2).

Clarinete, 2ª p., c. LXI.

Copla, 1ª p., c. XII; 2ª p., c. XXXVIII y LI

Coplilla, 2ª p., c. XXXVIII.

Coplero, 2ª p., c. LXVII.

Corneta, 2ª p., c. XXXIV (3) y XLVII.

Cuerno, 2ª p., c. XXXIV (4).

Danzante, 2ª p., c. XX.

Danza, 2ª p., c. XIX y XX (2).

Dulzaina, 2ª p., c. XXVI (2).

Endechar, 2ª p., c. LXVII.

Entonar, 2ª p., c. XLVI.

Esquilón, 2ª p., c. XXII.

Estrambotes, 2ª p., c. XXXVIII.

Flauta, 2ª p., c. XIX – XX y LXIX (2).

Gaita, 2ª p., c. LXVII.

Gaita zamorana, 2ª p., c. XX y LXVII

Guitarra, 1ª p., L; 2ª p., c. XIX y XXXVIII.

Guitarrista, 2ª p., c. LXVII.

Instrumentos musicales, 1ª p., c. XLII; 2ª p., c. XIX – XX – XXI – XXXIV (3) y LXVII.

Laúd, 2ª p., c. XII -XXXV y XLVI (3).

Lelilíes, 2ª p., c. XXXIV.

Madrigal, 2ª p., c. LXVIII.

Melodía, 1ª p., c. L.

Música, 1ª p., II -XI (2) – XXVII – XXVIII y L (2); 2ª p., c. XXVIII – XXXIV (3) –         XXXV (3) – XLIV – XLV (2) – XLVI (2) – XLVII – LXVII y LXVIII.

Músico, 1ª p., c. XI – XXII – XXIII – XLIII (2) – XLIV – XLVII y L (2); 2ª p., XIX – XXXVIII y LXX (3).

Pandero, 2ª p., c. XIX y XXII.

Pífaro (pífano), 2ª p., c. XXXIV y XXXVI (3).

Plectro, 2ª p., c. I – LXIX.

Rabel, 1ª p., c. XI (3) y L.

Repicar, 2ª p., c. XIX.

Romance, 2ª p., XXXIV – XLVI y LXVII.

Salterio, 2ª p., c. XIX.

Seguidillas, 2ª p., c. XXIV y XXXVIII.

Silbato de caña, 1ª p., c. II.

Sonajas, 2ª p., c. XIX y LXVII.

Sonar, 1ª p., c. L (2); 2ª p., c. XXVI – XXXIV – XLVII (2) y LXIII.

Sones, 2ª p., c. XX – XXVI – XXXIV (5) – XXXVI (3) -XLIV y LXIX (2).

Sonidos, 2ª p., c. XXII.

Tambor, 2ª p., c. XXXIV (2) – XXXVI (4) y XXXVII (2).

Tamboril, 2ª p., c. XX.

Tamborines, 2ª p., c. LXVII (2).

Tamborino, 2ª p., c. XIX y XX.

Tañedor, 2ª p., c. XX.

Tañer, 2ª p., c. XXII.

Tocar, 1ª p., c. L (2); 2ª p., c. XIX (2) – XXVI (2) – XXXIV (2) – XXXVI (2) – LXIV y LXIX.

Trastes, 2ª p., c. XLVI.

Trompeta,  1ª p., c. LII (2); 2ª p., c. XXVI (2) – XXVII – XXXIV (2) – LIII – LXI – LXIV.

Trovador, 1ª p., c. XXIII.

Trovas, 1ª p., c. XXIII.

Vihuela, 2ª p., c. XII – XLVI (2).

Villancico, 1ª p., c. XII.

Voz (musical), 1ª p., c. XLIII (3).

Zampoña, 2ª p., c. LXXIII.

Zapateador, 2ª p., c. XIX.

Me vais a permitir que no entre en el estudio puntual y sistemático de cada uno de los términos, pues rebasa la finalidad de este trabajo, y sí, por mor del espacio que tenemos para su exposición, referirme a unos instrumentos que han tenido su impronta en el mundo musical español.

       Antes de adentrarnos en lo que será la exposición del tema, debo hacer una aclaración en relación al término “saeta”. Discrepo de algunos autores que dan a la palabra “saeta” la calidad de término musical en El Quijote. En ninguna de cuantas veces aparece este vocablo en la obra de Cervantes, podemos darle el significado de “canto o plegaria dirigida hacia Dios o hacia la Virgen”, como se define en términos flamencos. Tan solo, en el capítulo XXIII de la primera parte, que trata de lo que le aconteció a don Quijote en Sierra Morena, podría haber alguna duda.

       Después que don Quijote diera suelta a los galeotes, a Sancho le entra un verdadero pavor. Piensa en la Santa Hermandad, y dice: “… Porque le hago saber que con la Santa Hermandad no hay que usar de caballerías, que no se le da a ella por cuantos caballeros andantes hay dos maravedís; y sepa que ya me parece que sus saetas me zumban por los oídos”. Este zumbar por los oídos no se refiere al sonido un tanto lúgubre de la saeta, sino el zumbido de la saeta o flecha disparada era el que a Sancho le parecía escuchar, pues la muerte que las leyes de la Santa Hermandad imponía a los malhechores, en muchas ocasiones, era la muerte en medio del campo con saetas o flechas.

       No entro en el pensamiento de Cervantes al escribir este capítulo, pero, cuento con un argumento trascendente para fundamentar mi tesis. Cervantes muere en 1616 y el término “saeta” (algunos darán el valor, en estos momentos, de canto de semana santa) no aparece hasta 75 años después, es decir, a finales del mismo siglo XVII. Y no digamos si nos referimos a la “saeta”, como palo flamenco, pues ésta aparece ya a finales del siglo XIX o principios del XX, según los estudios realizados por Manuel Ríos Ruiz y José Blas Vega, en su libro “Diccionario Enciclopédico Ilustrado del Flamenco”, editado por Cinterco.

Me vais a permitir que me autocite. Y así digo que en la página 65 de mi libro “Navidad y Pasión” (Alpuerto, Madrid, 2002), Leemos: “Ya en 1691, encontramos las primeras alusiones directas a la “saeta” en los archivos de los frailes franciscanos de Sevilla: “…mis hermanos los reverendos padres del convento de nuestro padre San Francisco todos los meses del año el domingo de cuerda, por la tarde, hacen misión, bajando la comunidad a andar el Vía Crucis con sogas y coronas de espinas, y entre paso y paso cantan “saetas”.

Estas eran las “saetas penetrantes” a las que hace alusión fray Isidoro de Sevilla y de las que proclama su eficacia “para conmover los corazones más duros”. Las saetas penetrantes no se referían a la Pasión y Muerte de Jesús, tan sólo estaban enfocadas al arrepentimiento de los pecadores, como una buena preparación para la confesión de sus pecados. También son de la época las denominadas “saetas del pecado mortal”: “Hermanos que estáis en pecado,/ si en esta noche murieras,/ ¡mira bien a dónde fueras!”, que eran cantadas por los religiosos legos a altas horas de la noche. Aquí debemos recordar el pasaje de aquel caballero sevillano, fundador del Hospital de la Caridad de Sevilla, don Miguel de Mañara, de cuya figura se ha creado una leyenda de juventud disipada y posterior conversión, llegando a identificársele con la del mito don Juan Tenorio, y su escudero Alfonso Pérez de Velasco, cuando las escucharon en el sevillano callejón del Chorro: “Mira que te mira Dios;/ mira que te está mirando;/ mira que te has de morir;/ mira que no sabes cuándo”.

Espero, y ese es mi deseo, que el tema queda suficientemente argumentado, y, por lo tanto, no es necesario extenderse más con otros argumentos que no harían sino reafirmar lo expuesto.

Como bien dice Emilio Vega, podemos afirmar que La Mancha es música. Ya desde el siglo VII, la diócesis toledana sobresalió musicalmente, y esto debido a que su sede episcopal fue presidida por tres obispos amantes de la música -músicos ellos, a su vez-: San Eugenio, muerto en el año 657, además de unas cantigas que se conservan en los archivos de la catedral de León, publicó una serie de consejos “dado su profundo conocimiento musical para restituir a su pureza y dignidad el canto sagrado viciado por malos usos”; también se le atribuye el bello y famoso epitalamio más antiguo de los conocidos, el “Disticon filomelaicum” o “canto del ruiseñor”, en el que se canta y alaba a la joven Leodegundia, que, más tarde, se casará con Fortún Garcés, rey de Navarra. El obispo San Ildefonso, muerto en el año 677, fue, según testimonio del propio San Julián, autor del texto y música de varias misas de rito visigodo. Por su parte, San Julián, muerto en el año 690, es autor, entre otras composiciones, de varios himnos y un misal, además de unas “Preces” que se conservan en el Antifonario de la catedral de León. Y ya que, entre santos estamos, podríamos parodiar a San Juan de la Cruz, pues también don Quijote, pasando por los campos manchegos, “vestidos los dejó de su locura”.

Recordemos que Toledo, la ciudad de los concilios, fue el epicentro desde donde se irradiaba el “canto mozárabe”, llamado también “canto toledano”, que no es sino el canto de la primitiva iglesia española y que fue conservado por los cristianos que vivieron bajo el dominio de los árabes, y de ahí el nombre de mozárabe.

Debemos hacer mención al toledano  Alfonso X, conocido por “El Sabio”, quien es prototipo del manchego por su universalidad, ya que su amor a la cultura, en general, y a la música, en particular, supo prescindir de diferencias no sólo religiosas, sino étnicas, y gracias a esa universalidad, congregó junto a sí a judíos y catalanes, a castellanos y árabes, a cristianos y gallegos. Hombre de su tiempo, su deseo fue arracimar en un todo armónico y compacto cuantos aspectos culturales ofrecía el mundo de su época. Este rey, siempre amante de su tierra, dedicó, entre otras, una de sus cantigas a la Virgen de la Luz de Cuenca y otra no menos bella a la Virgen de la Zarza, de Cañete, además de las que dedicó a todas y cada una de las provincias actuales de Castilla-La mancha y de otros países como Inglaterra, Siria, Francia, Italia y Egipto.

Cervantes conocía muy bien las costumbres castellanas y, especialmente, aquéllas propias de las tierras actuales de Castilla-La Mancha y en su haber hemos de anotar que estas correrías por tierras andaluzas y manchegas dieron, como resultado favorable, el conocimiento de personajes, costumbres, fiestas, folklore, geografía y naturaleza que después quedaría todo ello plasmado en la obra más estudiada y difundida de cuantas se han escrito no sólo en lengua castellana, sino en cualesquiera otras de las demás lenguas que pueblan el universo todo.

En relación al folklore, quiero subrayar aquello que el estudioso e investigador, Vicente Morales Olmedo, director del Grupo Hidalguía de la Casa de Castilla-La Mancha, en Madrid, escribe en “Seguidilla”, revista de la Federación Castellano-Manchega de Asociaciones de Folklore: “El folklore -dice- es una carrera que no tiene ni título ni meta. Su verdadero conocimiento es tan sólo fruto de haber vivido años y años investigando, y aprendiendo, en y de todos los lugares, con la humildad del que sabe que siempre le queda mucho por aprender y descubrir; por ello, hay que oír cantar y ver bailar a las gentes, como digo, de todos los lugares, sin apartar de la mente aquellas formas de vida, circunstancias y detalles que han esculpido el estilo de su arte. Desde la forma de pensar y vestir, la picaresca de la vida cotidiana provocada por los tiempos duros, todo se expresa de una forma especial y única a través del baile. De ahí proviene la variedad y riqueza de expresión que aparece en nuestras famosas seguidillas…”

Ya desde los inicios, Cervantes resalta lo que va a ser una constante en toda la obra; y así, en el capítulo II de la primera parte, aparece un instrumento rústico con el que se hace música. El capítulo trata de la primera salida de don Quijote y, entre otras cosas, se lee: “Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos, y así como llegó, sonó un silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con música”. El silbato de cañas o “pito de capador”, llamado también “castra-puercos”, es un humilde instrumento de música que se compone de varios cañutos (trozo de caña entre dos nudos) unidos en fila y cuyas bocas están a la misma altura o en línea, y que suenan sucesivamente. Aquí Cervantes ya pone de relieve su amor, su conocimiento y su respeto a la música, pues como dijo el gran guitarrista murciano Narciso Yepes -el de la guitarra de diez cuerdas-, en su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes, “el instrumento puede ser plural pero la música es una”.

Cervantes, conocedor de las gentes del pueblo, utiliza su mismo lenguaje musical para ceremonias y celebraciones. Instrumentos muy comunes utilizados en pueblos y aldeas castellanas para comunicarse, sin duda alguna, son las campanas, trompetas y tambores que son poseedores de ese idioma característico que expresa alegría y ceremonia, júbilo y celebración, llamada y participación, unas veces, y otras, tristeza y dolor, amargura y resignación, sufrimiento y angustia.

CAMPANA

Analicemos, aunque sólo sea de corrido, el valor que el pueblo ha dado a este instrumento musical como es la campana. La historia de España, en sus diversas etapas, siempre ha echado mano de este instrumento -que la Real Academia de la Lengua define como “instrumento metálico, generalmente en forma de copa invertida, que suena al ser golpeado por un badajo, sujeto con una anilla, o un martillo exterior”-, para señalar muchas y variadas efemérides. También este instrumento ha sido protagonista en muchas ocasiones, llegando a formar parte de ciertos hechos históricos, unas veces, y otras, legendarios. Así recordamos el valor de la campana de la Vela, en Granada, la campana de la catedral de Toledo, el pasaje de la Campana de Huesca, o el tantas veces referido episodio de las campanas de la catedral de Santiago de Compostela y Córdoba, que tuvieron a Almanzor y Fernando III, llamado el Santo, como protagonistas.

Su nombre procede de La Campania, región de Italia, que tenía el mejor bronce para su fundición. No hace todavía muchos años, la campana convocaba a los habitantes del lugar a causa de un incendio o les avisaba de la muerte de un vecino; también les recordaba que era tiempo de regocijo en las fiestas tanto patronales como otras festivas; la campana tañía de distinta forma cuando moría un infante que cuando era un adulto. El sonido de la campana siempre ha estado en comunión con la vida y avatares de los pueblos.

Aún, en nuestro diario lenguaje, utilizamos expresiones en las que interviene la campana. Así decimos: “calla, a ver qué dicen las campanas”, para interpretar su lenguaje; “doblar las campanas”, para avisar de la muerte; “echar las campanas al vuelo”, para dar publicidad a una noticia o “dar rienda suelta” a la alegría; “oír campanas y no saber dónde”, cuando no se recuerda bien alguna cosa; “picar la campana”, en lenguaje marinero; “no haber oído la campana”, para indicar que alguien no se ha enterado de una noticia; “a campana herida o tañida”, acepción empleada por el propio Cervantes cuando dice: “… a campana herida saldría a buscar los delincuentes”; también, “ a toque de campana” y tantas otras.

La iglesia católica ha dado, en todo tiempo, un gran protagonismo a la campana. Y tal es así, que es el instrumento favorito en abadías y catedrales, conventos y ermitas, iglesias y monasterios, donde todo gira en torno a la campana y todo se realiza “a toque de campana”: maitines y laúdes, prima y tercia, sexta, nona, vísperas y completas, cuyos inicios siempre van precedidos de una recordatoria y corta llamada con este instrumento; y las populares y litúrgicas procesiones, hagamos constar, que no comienzan hasta que un multitudinario y alegre repiqueteo de las campanas dan la oportuna licencia. Siempre, además, ha existido -digo- la costumbre de bautizar las campanas cuando se acomodaban en los huecos de las torres y espadañas, poniendo nombre propio, generalmente dedicados a diversas advocaciones de la Virgen o a los santos.

       Y en referencia a lo que acabamos de decir, podemos exponer la teoría de Cervantes expuesta en el capítulo XXVI, de la segunda parte, cuando don Quijote indica a Sancho la imprecisión de maese Pedro, en relación a este instrumento. Y así dice: “Eso no, dijo a esta sazón Don Quijote; en esto de las campanas anda muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un género de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña, sin duda que es un gran disparate”.

Durante la edad media, al son de la campana se reunían las mesnadas para ir a la guerra por lo que algunos autores han considerado a este instrumento como militar. Por lo general, en la torre del castillo -recordemos la campana de la torre de la Vela de la Alhambra de Granada que todavía podemos contemplar- había una campana con la que el señor, a modo de trompeta, transmitía sus órdenes. Este cometido de las campanas llegó hasta el Renacimiento y aún en el siglo XVII existió un privilegio por el que el jefe de la expedición se apropiaba de las campanas de las iglesias y fortalezas que habían sido tomadas por asalto o por capitulación. Había además una costumbre generalizada de la compra de las campanas por parte de los habitantes, quienes pagaban un alto precio por ellas, sirviendo éste de contribución de guerra en favor del vencedor. Esta costumbre llegó a desaparecer en el siglo XVIII, pero Napoleón Bonaparte llegó a implantarla nuevamente durante la guerra de la Independencia de España, hasta el punto de que en muchas poblaciones, cuyos habitantes se negaron a entregar grandes sumas de dinero por su rescate, las iglesias quedaron desmochadas y sin campanas, cuyo material, en algunas ocasiones, sirvió para fabricar cañones para la guerra.

Cervantes conocedor, como digo, de la sensibilidad y gustos de las gentes del pueblo, se vale de esos instrumentos para ensamblar magistralmente diversos episodios ocurridos a sus personajes, y proyectar sobre ellos los mantos de nuestras conmiseraciones caritativas o de nuestras despiadadas burlas. Así, en el capítulo LIII, de la segunda parte, en el que trata del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho Panza, dice: “… estando la séptima noche de los días de su gobierno en su cama, no harto ni de pan ni de vino… oyó tan gran ruido  de campanas y de voces, que no parecía sino que toda la ínsula se hundía. Sentóse en la cama, y estuvo atento y escuchando por ver si daba en la cuenta de lo que podía ser la causa de tan grande alboroto; pero no sólo no lo supo, sino que añadiéndose al ruido de voces y campanas el de infinitas trompetas y atambores, quedó más confuso y lleno de temor y espanto; y levantándose en pie se puso unas chinelas por la humedad del suelo, y sin ponerse sobrerropa de levantar, ni cosa que se pareciese, salió a la puerta de su aposento a tiempo cuando vio venir por unos corredores más de veinte personas con hachas encendidas en las manos, y con las espadas desenvainadas, gritando todos a grandes voces: “¡Arma, arma, señor gobernador; arma, que han entrado infinitos enemigos en la ínsula, y somos perdidos, si vuestra industria y valor no nos socorre.”

Y para finalizar con el análisis  de la presencia de este instrumento en la obra cervantina del Quijote, vayamos al capítulo XLV, asimismo de la segunda parte, donde se habla “de cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su  ínsula y del modo que comenzó a gobernar”. El narrador comienza el capítulo pidiendo ayuda a todo bicho viviente para lograr narrar dignamente el gobierno que Sancho hará de la ínsula Barataria. Y llegado que ha Sancho a sus dominios, así lo expresa: “Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del pueblo a recibirle; tocaron las campanas y todos los vecinos dieron muestras de general alegría, y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias le entregaron las llaves del pueblo, y le admitieron por perpetuo gobernador de la ínsula Barataria”. Aquí Cervantes nos certifica el fin y destino de las campanas; aquí Cervantes nos certifica que uno de los fines de las campanas es avisar a los vecinos de que algo trascendental, y nada común, está apunto de suceder; aquí Cervantes certifica la alegría que embarga a los vecinos por recibir en buena hora a quien les va a gobernar. Aquí, por nuestra parte, debemos recordar aquellos años no muy lejanos todavía en que todos los vecinos del pueblo: jóvenes y ancianos, mujeres y niños, todos salían, banderitas en las manos incluidas, a recibir al señor gobernador de turno o al señor obispo de la diócesis que venía en visita pastoral. Aquellos días eran de regocijo y diversión y al pueblo, con ello, se le daba una excusa para participar activamente en la ceremonia. Cervantes, con su acertada pluma, nos plasma magistralmente estas escenas y nos muestra sus conocimientos acerca de las reacciones de las sencillas gentes del pueblo.

 

Pintura del principio: MARCEL NINO PAJOT