AÑO 1624, FELIPE IV Y SU CORTEJO ATRAVIESAN LOS PUEBLOS DE LA MANCHA, por Juan Jiménez Ballesta

AÑO 1624, FELIPE IV Y SU CORTEJO ATRAVIESAN LOS PUEBLOS DE LA MANCHA, por Juan Jiménez Ballesta

Tras la prematura muerte de Felipe III en 1621, éste deja el gobierno de España y de su Imperio a su hijo, un joven de dieciséis años, que todavía tenía que ser introducido en los asuntos del Estado y que ya estaba dominado por el mentor de su niñez, Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares. Se trata pues de Felipe IV, un hombre quizá, con demasiado tiempo libre y con demasiado poco juicio. Muy interesado por los deportes ecuestres y las corridas de toros; su pasión por los caballos, sólo era superada por su pasión por las mujeres.

 

Cuanto más acusada era la decadencia hispana, Felipe IV realizó un largo viaje de ida y vuelta, desde Madrid a los puertos y costas de Andalucía. El motivo del mismo pudiera ser, como expresaba Herrera y Sotomayor[1]: “que estas zonas eran amenazas para España, horror de sus contrarios y peligro de los ajenos”. Laureano Fernández- Guerra y Orbe aduce que fue debido  “…al temor que el monarca sintió ante un posible golpe de mano de los mercaderes ingleses, deseosos de apoderarse de nuestras costas”.

 

De forma descriptiva aludiremos al paso por los pueblos que en la actualidad pertenecen a nuestra comunidad de Castilla-La Mancha. Así, el 8 de febrero de 1624, Felipe IV y su comitiva partieron de Madrid rumbo a Aranjuez donde durmieron y pasaron el día siguiente disfrutando de los bellos paisajes urbanos de la villa y, tras pernoctar, el sábado día 10 permanecieron hasta almorzar. Como bien sabemos, Aranjuez está impregnado de un arte arquitectónico de especial relieve como lo prueba el hermoso palacio del Real Sitio construido por el célebre arquitecto Juan de Herrera, el cual pudo servir para alojamiento de su Majestad.

 

Desde Aranjuez, la amplia comitiva partió camino de Tembleque, resultando un viaje largo y dificultoso, puesto que durante todo el día la nieve, el granizo y el aire no cesaron de molestar. Estas inclemencias climatológicas surgidas nos acercan al ilustre autor Gabriel y Galán en  “Mi Vaquerillo”, una de sus mejores poesías, cuando se refiere a las noches del “turbio febrero”:

 

¡…tan negras, tan bravas,

con lobos y cárabos,

con vientos y aguas!…

                          

Al llegar a Tembleque, el mal tiempo amainó y, les recibieron con “una “suiza”[2], cohetes, luminarias y danzas”. Sabiendo los temblequeños de la gran afición del rey a los toros, le acompañaron a la plaza, en la que años después (1650) se iniciaron  obras para convertirla en una plaza de tipo barroco popular siguiendo los esquemas de la arquitectura de los corrales de comedia y las hospederías. En la actualidad es una de las plazas más bellas a contemplar en la región.

 

Una vez que el rey llega a la plaza, de inmediato soltaron unos toros, tal y como estaba previsto. La crónica decía: “eran tan bravos, que el último mereció ser trofeo de su escopeta”.

 

Ya el domingo día 11, Felipe IV y el resto de acompañantes, tras comer en Tembleque marcharon a dormir a Madridejos, si bien la nieve y el aire les acompañó sin descanso. Seguro que, si desde esta población el monarca hubiera mirado al cerro Calderico de Consuegra y, ya hubiesen existido sus impresionantes molinos junto a su vetusto castillo, se admiraría al comprobar que todos juntos describirían una línea única mágica e indescriptible.

 

El lunes 12 tras comer en Villarta, marcharon otras cinco leguas hasta alcanzar la Membrilla y, si bien el aire se calmó un tanto, la nieve y el agua no dejaron de caer. Por cierto, que al referirse a ésta última población, el insigne Quevedo, envió un jocoso testimonio por carta (fechada en Andujar) a su amigo el comendador de Manzanares, marqués de Velada y San Román, significando que, “por efecto de nuestros vinos, no pudieron concebir el sueño, el cual se midió por azumbres”. También señalaba “que hubo tanta montería de jarros, donde los gaznates corrieron zorras, hubo pendencias y descuidos de ropa”.

 

De la Membrilla donde el cortejo partió el día 13, caminaron durante cinco leguas hasta encontrarse en Alcubillas, donde precisamente, en esta villa la Encomienda de La Membrilla tenía su casa tercia y algunas heredades. Según la crónica “este fue el día mejor”, aunque no aclara en qué sentido lo fue. Pudiera ser, que “febrerillo el loco” hiciera aparecer un sol radiante con suaves temperaturas en contraposición a las inclemencias de días anteriores, o que los alcubilleros le obsequiaran con lo mejor de su rica gastronomía y consabida hospitalidad.

 

No sería extraño, que aquellos singulares acontecimientos fueran presenciados por la alcubillera doña Juana Abad Mejía, que demostró ser cristiana vieja, es decir, tener una genealogía hasta la séptima generación de limpieza de sangre, la cual se  había casado con don Baltasar de los Reyes, hijo del comendador de Almagro y pretendiente a ser Familiar del Santo Oficio. Tampoco sería extraño que Felipe IV se hubiera confesado en la parroquial de Alcubillas, para, así limpiar como otras tantas veces los pecados cometidos en éste caso por participar en las “pendencias y descuidos de ropas en la Membrilla”.

 

Si el día fue bueno no se puede decir lo mismo de la noche que fue trabajosísima ya que, el camino de Cózar a la Torre estaba empantanado, llenándose de acémilas y carros, dando lugar a que sólo al alcanzar la mañana se pudo salir de entre el barro y la nieve que les sobrevino. También relató Quevedo, que en su Torre de Juan Abad (de la cual fue Señor), “para poder dormir su Majestad, derribó la cama que le repartieron, tal era que fue de más provecho derribarla”.

 

El miércoles 14 de abril, salieron de Torre de Juan Abad y avanzando cinco leguas llegaron a la Venta de los Santos donde comieron, para después recorrer tres leguas más hasta llegar a dormir a Santisteban del Puerto, dónde esperaban para agasajarlos y recibirlos con “suizas y danzas”. Igualmente cuenta la crónica que a los criados de su majestad “los festejaron con muchos fuegos, luminarias y toros encohetados”.

 

El viaje de vuelta tuvo un recorrido parecido al de ida. Así, desde Santisteban del Puerto fueron a comer a la Venta Nueva donde, al igual que a la ida los ranchos se hicieron en el campo y, de allí, marcharon a dormir a Cózar. El lunes 15 salieron de ésta villa hasta alcanzar la Venta de Santa Elena que está a cinco leguas, donde comieron en campaña y, después prosiguieron hasta llegar a dormir a Manzanares. Al día siguiente salieron de Manzanares y comieron en Villarta siendo Madridejos el lugar de reposo para la noche.

 

El miércoles 17,  marcharon a comer a la Guardía habiendo pasado por Madridejos y de paso, su Majestad vio una vez más toros en Tembleque (en su singular plaza), y a la tarde marcharon a dormir a Ocaña, histórica ciudad que tuvo voto en Cortes.

 

El último día de vuelta a Madrid, el rey y compañía, almorzaron en Pinto, dónde les recibió su alteza el señor Cardenal Infante, “para meterle en Madrid con la mayor fiesta”.

 

Como vemos, los manchegos del siglo XVII fueron partícipes de una auténtica invasión de acontecimientos y personajes que, seguramente fue tema por muchos años del comentario de aquellos vecinos. Si observamos que nuestros pueblos estaban inmersos en una profunda crisis económica y su evolución demográfica se encontraba en plena regresión, hemos de suponer que ésta avalancha de personajes (Felipe IV, su válido el conde-duque de Olivares, el almirante de Castilla, condes, marqueses, gentileshombres de la Cámara y otros cargos de la política) con sus especiales vestimentas, propició que sus gentes sintieran como nunca un tono festivalero y curioso de gran magnitud; aunque por otro lado, es más que probable que la economía de estos pueblos quedara aún más resentida, ya que a los gastos ocasionados se unía la costumbre de pagar impuestos al paso del rey por un lugar, cosa que en ese momento aún se encontraba vigente.

[1]  .-HERRERA Y SOTOMAYOR, Jacinto: “De la jornada que S.M.  hizo a la Andaluzía”. B.N.E. Madrid.

[2] .-Cierta mojiganga hecha en los regocijos públicos en que los hombres vestidos de soldados representaban un combate caballeresco o una batalla.